El 8 de noviembre de 1989, llamados por Dn. José Mª Cases Deordal, entonces Obispo de la Diócesis, llegaba a Castellón la Fraternidad Monástica de la Paz, al que sería su primer domicilio: una pequeña casa situada en la calle San Miguel.
Apenas dos meses más tarde, en los primeros días de 1990, el Señor ensanchaba las paredes de aquel primer edificio que, a todas luces, resultaba insuficiente para la Comunidad y los que de un modo u otro buscaban ese «pequeño oasis en medio de la ciudad», y las monjas se trasladaban al que hoy es Monasterio de la Transfiguración del Señor, en la calle Algemesí, nº4.
Siguiendo el camino marcado por los primeros monjes de la Iglesia, que se retiraban al desierto buscando vivir «solos con el Solo», y a la vez, llamados a vivir nuestro «desierto» en la ciudad o en sus inmediaciones, el lugar resultaba idóneo: en las afueras de la ciudad, con buenas comunicaciones urbanas, el Monasterio se convertía en ese lugar de encuentro entre Dios y los hombres, donde El puede hacerse presente en lo profundo de sí mismos y constituirlos testigos de su presencia oculta y misteriosa y, a la vez, siempre cercana. Para ello, en los primeros años, se construyó un edificio de tres plantas junto al pequeño maset que hoy alberga el Lugar de Oración y la Colección Museográfica Permanente de arte bizantino. El nuevo edificio reunía las condiciones adecuadas para la Acogida que, a imagen de los primeros Padres del Desierto, la Fraternidad ofrece, buscando responder a la voluntad de Dios que tiene siempre un plan de salvación para cada uno de sus hijos.
Un refectorio amplio y espacioso permite la celebración de encuentros y convivencias de diferentes movimientos eclesiales, a la vez que unos pequeños apartamentos acogen a quienes sienten la necesidad de retirarse por unos días. En ocasiones, se trata simplemente de unas horas, o de una conversación con alguna de las monjas, en la búsqueda de acompañamiento espiritual o en un proceso de restauración interior.
«No importa quien seas, ni lo que te ocurre. Te reciben de todas formas y tratan de compartir aquello que pueda solucionar las múltiples pobrezas y heridas interiores que tenga quien quiera que llegue.»
Solamente cuando se hace tangible la presencia de Dios por el Amor, cada hombre y cada mujer experimentan ser acogidos por el Padre, que los recibe en el Monasterio para entregarles un Amor que les lleve a la Vida.
El primer piso del nuevo edificio está destinado a la clausura de las monjas y a sus talleres de trabajo. La tarea editorial o la iconografía, a la par que el mantenimiento del Monasterio, se convierten en el medio para saberse
colaboradores de Dios, en la tarea de llevar a término la obra de la Creación. De este modo, y en comunión con todos los hombres, se hacen responsables de su sustento a través del trabajo; si bien, experimentando a la vez, lo que supone ser alimentados por Dios, sostenidos por su mano providente. Se trata de una «Provisionalidad» que va más allá de lo meramente material, puesto que conlleva la búsqueda de vivir la voluntad de Dios en cada cosa, en cada instante, según el modelo que nos ofrecen tanto la Madre de Dios como la Viuda de Sarepta al compartir con el profeta Elías lo poco que le quedaba para vivir. Cinco son las actitudes fundamentales que conforman este modo de vida: inmediatez, docilidad, sencillez, ingenuidad y fidelidad.
Es precisamente en esa vida escondida con Cristo en Dios, en lo cotidiano del trabajo de cada día, en el silencio de la oración, a través de la repetición constante del Nombre de Jesús, donde se desarrolla ese vivir inmersos en Dios, en una total donación de sí mismos, que hace posible a los monjes y monjas de la FMP hacer de su vida un don para los demás, y una intercesión constante por la Unidad: unidad del hombre en sí mismo, y unidad del Cuerpo de Cristo, hasta que todos seamos «un solo rebaño con un solo Pastor».
«Necesitamos cada día -afirma una de las monjas- el encuentro con la Palabra de Dios y descubrir que El nos atrae hacia si a través de la Palabra y de los sacramentos, especialmente la Eucaristía y de la Liturgia de las Horas».
Y es, en el contacto «efectivo» con la Palabra de Dios donde se va forjando ese amar a los hombres nuestros hermanos. No se trata de un amor genérico, abstracto, sino de amar a cada uno en particular, en la búsqueda de poder experimentar y expresar el amor que Dios mismo tiene por El.